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CUANDO YO ERA TRENCITO

José Camarlinghi

(La Paz, 1928)
Cuando era más pequeño, hace ya mucho tiempo, fui un trencito de verdad, como el que tengo en un libro; papá dice que es modelo de 1890. Lo guardo como recuerdo preciado porque él me dio la alegría más grande de esa época. El trencito tenía todo: su locomotora pequeña, donde casi no entraba el maquinista don Santiago y su ayudante Onofrio. ¡Uff…! Hacía mucho calor y apenas se podían mover para echar carbón al fogón que parecía un infierno. Tenía coche de primera y segunda, un coche comedor hermoso y, a veces, llevaba coches dormitorios. Nunca más seré tan feliz como en aquellos días.
II
Un día dije a papá que quería ser un trencito. Se burló con muchas carcajadas porque le parecía que tenía gracia. Muy chistoso. Me dolió bastante. No le dije nada, porque un hijo no debe lastimar nunca a su papá. Molesté todos los días; muchas veces lloré porque era injusto, sin embargo yo traté de ser lo más bueno posible. Cuando llegaba de su trabajo, mi tema era el tren. Los niños somos molestosos si no nos satisfacen, y somos tenaces para conseguir lo que deseamos, sobre todo, cuando nuestros deseos son justos, pero también los padres son como nosotros, ellos quieren que hagamos cosas que a nosotros no nos gustan. Cada vez volvía a solicitar con más decisión, entonces, papá se molestaba y me dirigía unas miradas, que cualquiera se iba directo a la cama a llorar su desencanto. Pasaba días y días entristecido, hasta que me enfermé y toda la culpa la tenía papá por no conceder mi deseo de ser un tren. Por supuesto que estaba a un paso de transformarme en cualquier momento que lo deseara, pero no quería sin la autorización de papá. Toda la vida había sido un niño obediente y estaba muy agradecido a mis padres que siempre me quisieron y me dieron muchas cosas lindas. Papá era muy bueno, pero, no sé por qué no quería que yo fuera tren.
III
Un día mamá se puso de mi parte, y muy molesta dijo a papá: "¡Ya! ¡Concédele su deseo! No se puede disgustar a un niño con esa terquedad tan absurda. ¡Sí! Es un absurdo -contestó papá-, porque es hacerle perder la realidad de la vida". Me miró y regañándome, dijo: "Un tren está hecho de fierro, de engranajes y pernos; un tren no tiene ojos ni boca, no tiene inteligencia ni corazón; tampoco va a la escuela ni al cine; un tren no tiene ni su papá ni su mamá".
Luego de un silencio largo… "¡Ya! ¡Vuélvete un tren si quieres!".
Sentí alrededor de mi cabeza las campanadas de San Francisco; risas y gritos de los recreos. Como una mañana de carnaval con el corso de niños disfrazados de pepinos y kusillos, que brincaban como si fueran de goma, al son de los pinquillos chillones. ¿Qué sería de los niños si no tuvieran mamá? La mía es muy buena.
IV
Me gusta vivir en la estación. Oír el sonido de los pitos, el traqueteo, el bullicio, las despedidas, la alegría de la gente que viaja.
Corríamos sobre rieles muy brillantes y, ¡qué sé yo! Por qué caminos desconocidos que se pierden en el horizonte del altiplano; subíamos cerros con muchas curvas, bordeando precipicios profundos, hasta llegar a las montañas cubiertas de nieve y el pito como una pelota roja rebotando de un cerro a otro. Y chas… chas… chasss… chasss, la locomotora cansada y apenas chasss… chasss… chasss… hasta llegar a la cumbre. El descenso era hasta llegar a la otra pampa y correr, correr siempre. Como yo era un tren, ya no podía ir a casa. Papá y mamá se quedaron muy tristes; las veces que venían a visitarme a la estación se les saltaban las lágrimas. Mamá no podía contener su llanto. Me sentía muy dolorido en esta situación, pero qué podía hacer si yo era un tren. Papá y mamá tenían que comprender que yo era más grande y que algún día tendría que irme de casa, como todos los hijos que se casan y se van con sus esposas. Yo era un tren y tenía que correr los caminos; además, que un tren no puede ser a la vez un niño y volver a ser, otra vez un tren.
Mamá algún día me comprendería. ¡Yo no los olvidaré nunca!
En la vida de trencito pasé mucho tiempo y así como cuando era más pequeño, no comprendía si los años eran días y los días meses; a un tren no le interesa el tiempo que pasa. Yo sólo recordaba el domingo porque todos íbamos a la iglesia, pero aprovechaba para escaparme a la estación, porque creo que es lógico que un niño, en proceso de volverse tren, vaya a la iglesia. Recordaba también que ese día me llevaban al circo a ver a los payasos, a los leones y a los trapecistas que me gustaban mucho. Ahora viajo con ellos y son mis amigos.
V
Una noche viajábamos por la pampa a mucha velocidad; la noche estaba tan oscura que parecía un terciopelo y sólo se oía el ruido del traqueteo monótono. Estuvimos con retraso en nuestro horario y teníamos que ganar el tiempo perdido. Un tren tiene que ser cumplido con su itinerario sino la gente se molesta, por eso corríamos mucho.
Repentinamente vi -a lo lejos-, en la oscuridad, una luz del tamaño de una cabeza de alfiler que crecía aceleradamente sin darnos tiempo a pensar en lo que podía ser. "Es un platillo volador", dijo Onofrio. "Déjate de boberías", le contestó el maestro Santiago; "no creo en esas fantasías". A cada instante era más grande, hasta que parecía que nos hubiera echado el sol sobre la cara. ¡Su luz encandilaba!… "¡Es un pla…! ¡Cuidado nos metimos en el carril del tren grande!… ¡Es el expreso que se nos viene encima!…".
Sentimos el pitazo agudo y ensordecedor. Todo sucedió en segundos. Un ruido atronador. Todo crujía, parecía el fin del mundo; nos sentimos expulsados a un lado de la vía y pasó la enorme locomotora diesel y sus coches que parecía de nunca terminar con su pito largo y agudo.
Cuando nos recuperamos de la confusión, vimos fierros retorcidos, carros inclinados fuera del carril, el agua de la locomotora desparramada, el vapor quemante que se iba al cielo; más allá estaba el humo como gelatina negra que se escurría entre las piedras. ¡Todo destruido!
Recogimos el agua, el humo y las ruedas retorcidas, los fierros que habían perdido sus formas. Y nos fuimos a buscar un mecánico. Ya era media noche y apenas pudimos llegar a donde don Panchito. Su casa estaba sin luz; pensamos que ya estaba durmiendo. No había más solución que despertarlo; llamamos varias veces ¡y nada! Volvimos a llamar, y nos contestó que no podía atendernos. Tanto le rogamos que tuvo que salir. Don Panchito era un excelente mecánico. Al fin apareció frente a nosotros, bien abrigado con una manta y una vela en la mano. Don Panchito es muy viejo y tiene que cuidarse de los resfríos. Le contamos el trágico accidente y no podíamos explicar cómo nos habíamos metido en la vía del gran tren expreso que parece un monstruo. Miró los fierros retorcidos y, muy crédulo, nos dijo: "Trataremos de repararlo; haré lo posible". En seguida se metió entre los fierros. Hora tras hora esperamos hasta el amanecer. Así, don Panchito salió cuando cantaban los gallos, con la vela en la mano. La luz le alumbraba sus grandes bigotes grises, sus ojos cansados y las manchas de grasa y hollín de su rostro. Nos dijo tristemente: "Me rindo; no se puede reparar. Está todo destruido".
VI
Nos quedamos vacilantes, con un largo silencio; nadie dijo nada. Yo sólo sentí que, por mis mejillas, corrían lágrimas y tenía ganas de llorar a gritos. Recién comprendí que todo había terminado.
No me quedaba más que volver a casa. Cuando toqué la puerta, mamá me abrió y sorprendida no pudo aguantarse y dio un grito de alegría, hasta asustar a papá el cual salió y me levantó en sus brazos, haciéndome dar varias vueltas en el aire. Lo importante para ellos era que yo hubiera vuelto a casa.
Ahora, todas las tardes, cuando vuelvo de la escuela, me siento en las gradas de la estación a mirar pasar los trenes, recordando los buenos tiempos. ¡El corazón se me encoge!
Dicen que soy un niño triste. No. Yo pienso que no. Lo que pasa es que quiero ser un tren.
martes, agosto 04, 2009
Posted by Carlos

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